Un metro de ancho, tres pisos de alto.
Se mira en el espejo, respira profundo y cierra los ojos, levanta un poco la cabeza, encoge los hombros: «Vamos», se dice a sí misma.
Exhala el aire contenido, abre los ojos y se mira fijamente, otra vez, un segundo que parecen diez. Un particular vacío recorre su cuerpo. «¿Por qué?», piensa mientras aprieta ligeramente los puños y la mandíbula.
María tiene cincuenta y seis años y vive en la planta baja de una residencia con sus dos nietos. Desde que Los Ocupantes sellaron las puertas y ventanas de la calle principal, ella y todos los residentes recurren a una inusual táctica para realizar cualquier diligencia. Al salir de su apartamento se encuentra con el pasillo principal, a su derecha los primeros escalones. Son trece entre cada piso. Primero tres, luego cinco, y luego de esos otros cinco. Así uno a uno sube los tres pisos hasta que alcanza la última salida; la del techo. Una pausa, un respiro, y abre la puerta.
«No hay mucho viento hoy y el día parece tranquilo», piensa. A tan solo unos 10 pasos está la grieta –al menos así la llaman los niños, pero no es más que el espacio entre una residencia y otra–. Siempre tiene un poco de miedo, no es gran cosa, y nunca ha tenido problemas haciéndolo; pero siempre tiene un poco de miedo. La grieta no mide más de un metro de ancho, pero son un poco más de tres pisos de alto. Entre ocho y diez metros, es difícil calcular bien. Con hesitación se coloca de frente, dobla un poco las rodillas y se impulsa. Un medio salto que parece más un paso de ballet, y que pretende durar más de lo que en realidad dura. Su pie derecho y la superficie segura hacen contacto; el pie izquierdo lo sigue. Aterriza. Respira. Camina.
En esta otra residencia no hay puerta, los vecinos la quitaron para que no se pierda el libre acceso que tanta gente necesita. María desciende los tres pisos y sale a la calle.
El trayecto al almacén no es muy largo pero antes era más corto, y tampoco tenía que arriesgar el físico para hacerlo. El tiempo también depende de los patrullajes. Y del humor del día.
La ciudad está dividida en distritos separados por calles. La mayoría de las calles y aceras están reservadas para Los Ocupantes, y María y su gente tienen prohibido andar en ellas. Antes sí podía pero ahora no. Poco a poco Los Ocupantes deciden qué calle, o cuáles ya no le pertenecen a María ni a las otras marías. Suele suceder de la noche a la mañana –sobre todo en la noche y sobre todo en la madrugada– y sin previo aviso.
Una madrugada, mientras todos duermen en casa, un estruendo despierta a toda la residencia y a gran parte del barrio. Los cimientos se sacuden. Todo tiembla. María, aturdida, se levanta y corre hacia la puerta. Entre despierta y dormida, con el zumbido todavía en sus tímpanos y sin poder enfocar bien la vista, con dificultad, encuentra la empuñadura y la abre. Decenas de hombres entraron y se desplazan por la residencia. Están fuertemente armados, con chalecos y máscaras, equipados con linternas que enceguecen y gritando palabras que nadie entiende; enloquecidos. El temor se apodera y congela el aire. María intenta cerrar la puerta cuando un golpe despiadado la tumba de espaldas. Dos hombres entran y la someten, uno de ellos va hacia el dormitorio donde están los niños –parecen saber dónde estarían todos–. En pocos segundos tienen todo controlado; golpean y amenazan a quién no coopera. Han detenido a todos sin discriminar edad, ni género. Cada uno de los espacios en apartamentos, puertas y pasillos están intervenidos.
Encapuchada, golpeada, esposada, golpeada de nuevo, humillada y de rodillas, María sigue en estado de shock –sabía que pasaría tarde o temprano, pero no estaba preparada para aquello; nadie lo está–.
En cuestión de minutos Los Ocupantes reunieron a todas las familias en el salón del apartamento del segundo piso. Separados en pequeños grupos uno a uno, una a una, hombres, mujeres y niños y niñas; todos de rodillas, esposados, encapuchados, esposadas, encapuchadas.
Con la respiración todavía agitada y el cuerpo tembloroso, María empieza a volver en sí. Los gritos continúan, los movimientos bruscos el ruido la agitación. Tiene que guardar la calma. «¿Dónde están mis nietos?», se pregunta intentando no perder la compostura. Esposada, de rodillas y encapuchada es imposible saber quién y quiénes están a sus costados, a sus espaldas, en frente. Entre llantos, ligeros gemidos y ruidos de botas pesadas que simulaban una estampida con cada paso, alcanza a distinguir que su nieto mayor dice algo. Muy suavemente –cómo se lo había enseñado– le dice que está bien, y que está con su hermana. «¡Shh!», exclama nerviosamente María, para que no lo escuchen. «¡Silencio!», grita un ocupante, con un castellano bastante roto, en tono amenazante y agitando su fusil en todas direcciones. Llantos y sollozos disminuyen inmediatamente. Apenas se escucha el batir de corazones agitados.
El silencio dura poco, se oyen gritos y golpes desde el piso de arriba. Sacudones más gritos, más golpes, objetos que caen se rompen forcejeos más gritos y finalmente un disparo. El eco debió escucharse por kilómetros. El tiempo parece detenido. Tras unos segundos y a tumbos se escucha que bajan a alguien. Es imposible saber a quién. Igual de imposible saber si vivo o muerto, si viva o muerta. Pero se llevan a alguien.
María solo piensa en sus nietos, «No ellos, hoy no.»
Tras unos minutos –o tal vez unas horas–, con todo el peso de relatividad que el tiempo muestra en situaciones así, un ocupante se dirige a todos:
DESDE ESTE MOMENTO, TODOS LOS ACCESOS DE LA RESIDENCIA (PUERTAS, VENTANAS Y CUALQUIER APERTURA) QUE DEN HACIA LA CALLE PRINCIPAL, QUEDAN INDEFINIDAMENTE SELLADOS. PLACAS METÁLICAS BLINDADAS SERÁN COLOCADAS Y SOLDADAS DESDE EL EXTERIOR. QUEDA TERMINANTEMENTE PROHIBIDA SU PRESENCIA SOBRE LA CALLE PRINCIPAL AL HABER SIDO DEFINIDOS LOS NUEVOS LÍMITES DEL DISTRITO 2. LÍMITES APROBADOS EN LA SESIÓN Nº3472 DE LA JUNTA OFICIAL. CUALQUIER INTENTO DE DESTRUCCIÓN DE MATERIALES OFICIALES Y/O TRASPASO, SERÁN SANCIONADOS MEDIANTE TRIBUNAL MILITAR.
María recuerda siempre aquel día, sigue teniendo pesadillas sobre aquel día. Se llevaron a Pepe. Lo acusaban de rebelión, pero no era más que un pintor. A veces por arte, pero sobretodo de casas, de muros, lo que hubiera por pintar. Ni su esposa ni sus hijos saben de él. No saben si está vivo o si está muerto. No tienen forma de saber. Nadie responde.
Desde aquella madrugada, también, el trayecto al almacén es diferente; es más largo.
Hoy no hubo patrullas, «Parece ser un buen día», piensa. Con una funda de aceite, cuatro huevos y un poco de harina entre sus manos y brazos, María camina con un paso nervioso y acelerado. Entra, sube los tres pisos y salta la grieta, baja los otros tres pisos y abre la puerta; deja las cosas sobre la mesa del comedor, enciende el horno y prepara el desayuno.
«¡Despierten niños! Es hora de comer.»
(Basado en hechos reales)